martes, 24 de marzo de 2009

TRES NOVELAS DE ANCIANOS EN LA LITERATURA COLOMBIANA

Pese a que hay novelas cuyo eje central lo conforman algunos personajes de edades diferentes, es difícil establecer una categoría llamada “Novela de ancianos”. Existe, de entrada, una reticencia de lectores no especializados – e incluso de críticos – a la realización de este tipo de clasificaciones que puede llegar a ser lesiva para el verdadero conocimiento de las obras literarias. Sus temores pueden obedecer a la manera como ese ánimo taxonómico, ha derivado en un acercamiento superfluo a la obra literaria en el ámbito de la escuela, en tanto el afán de agrupar escritores alrededor de fechas y movimientos impide el acercamiento a las tramas y las imágenes de la ficción.

Sin embargo, bien hechas, las clasificaciones sirven para reconocer ciertos aspectos genéricos, entender cómo se ubica una obra en el campo de una tradición específica, y descubrir ejercicios paródicos o de imitaciones serias sobre una pieza narrativa, un estilo o un autor. Las historias literarias que han olvidado ese formato escolar del diccionario de obras y autores, y los estudios críticos que profundizan en un tema o un estilo que agrupa varias producciones -desde los cuales se puede observar una faceta inexplorada del ser humano, como afirmaba Kundera- son realmente iluminadoras. Entre las más recientes, se podría citar, por ejemplo, los textos de Jorge Larrosa sobre la novela pedagógica.

La especificación “Novela de ancianos”, pone de relieve aquellas piezas cuyo protagonista es un adulto mayor, sin entrar en discusiones sobre la posibilidad de que, por ejemplo, algunos personajes jóvenes se comporten como verdaderos abuelos. La intención sería perseguir algunas de las características de ancianos que han recorrido la ficción colombiana, tal como uno puede encontrar la infancia en obras de Jairo Anibal Niño o Evelio José Rosero, la juventud en Andrés Caicedo y Rafael Chaparro, y el adulto en múltiples novelas y cuentos.

Se puede realizar un rápido barrido de la cuestión: en la historia de la narrativa colombiana, el anciano como eje de reflexión, aparece tardíamente; los dos grandes hitos (Jorge Isaacs con María y José Eustasio Rivera con La vorágine) que, de acuerdo con Luz Mary Giraldo, dominan el espectro de la novelística nacional hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, no tienen a los ancianos dentro de sus seres predilectos: ya sea porque el espíritu romántico debía ser encarnado en un Efraín apasionado y viajero, o porque las condiciones de la selva amazónica necesitaban de un Arturo Coba con los arrestos suficientes para enfrentar todo tipo de vicisitudes, estos personajes encarnan las incertidumbres de una juventud en medio de las comodidades, pero lejos del amor, y los devaneos de una madurez vivida por fuera de los renglones de una vida convencional. No quiere decir que, en escenas esporádicas, no aparezcan los ancianos, pero son figuras desvanecidas en la maraña de las tramas.

Si se amplía la mirada a otras expresiones contemporáneas a Isaacs y Rivera, no se obtienen muchos resultados: en los cuadros de costumbres del siglo XIX, dominados por personajes de la cotidianidad de los pueblos, tampoco son los ancianos eje de reflexión, e incluso posteriormente, cuando Carrasquilla reformuló este subgénero, ni la Marquesa de Yolombó, ni el Peralta de “En la diestra de Dios padre”, ni los múltiples caracteres de su obra, expresaron esta condición etaria.

Al parecer, el anciano nace en la literatura colombiana hacia mitad del siglo XX, con el personaje que lleva a su nieto y a su hija a un velorio de un indeseado en el pueblo, en La hojarasca, o, del mismo García Márquez, con Melquiades, José Arcadio Buendía, Úrsula Iguarán y el Coronel Aureliano Buendía, en Cien Años de Soledad. En este último caso, se conoce a los adultos mayores desde las primeras etapas de su vida, se les ve crecer y transformarse en la medida en que los años los acechan.

Es extraño que la narrativa colombiana haya esperado tanto tiempo para profundizar en este tipo de caracteres, cuando a nivel universal ya existían algunos significativos, en diferentes géneros: el Virgilio que lleva a Dante por los círculos del infierno, haciendo las veces de faro; el mismo Quijote de la Mancha, con sus desafueros de la imaginación, retando a un mundo en el que ya no cabían los caballeros; el Papá Goriot de Balzac, disminuido por la voracidad de sus hijas, dignas representantes de la nueva burguesía europea. Es una lista extensa, continuada en la contemporaneidad por el viejo de El viejo y el mar o por los personajes centrales de la novela El último encuentro de Sandor Marai.

Esta veta de caracteres, con todo el trasegar de la existencia en sus espaldas, solo se explota en Colombia desde el coronel de García Márquez, y viene hasta Jacobo de la novela El Salmo de Kaplán, pasando por Cantata para el fin de los tiempos; son estas las tres novelas colombianas que ponen en primer plano al anciano, de la siguiente manera:

El coronel no tiene quien le escriba. Al coronel lo acechan la nostalgia por la pérdida de su hijo, y el hambre que, de manera vertiginosa, lo obliga en ocasiones a doblegar su orgullo. Ha llegado al final de su existencia sin los recursos para sobrevivir dignamente, y sin un hijo que le pueda tender una mano para sobrellevar los problemas económicos; se aferra a un gallo que no solo representa su futuro bienestar, sino la posibilidad de reivindicar la muerte de su primogénito.

Este anciano de la novela de García Márquez no produce lástima, como se podría pensar de una obra que lo presenta sin ningún asidero en el final de la existencia, pero es un ejemplo de la angustia de una vejez en medio de las precariedades, con el único apoyo de una esposa que también desespera ante el hambre. La tozudez lo persigue, aunque también es la que lo arrincona y lo lleva a tomar decisiones peligrosas, como la de desaprovechar la oferta inicial de Don Sabas para comprarle el gallo. Terquedad y orgullo se mezclan en este anciano de García Márquez, pero también momentos de debilidad y desánimo.

Cantata para el fin de los Tiempos. Fabián Cabral, personaje principal de la novela de César Pérez Pinzón, es un anciano que desea pasar sus últimos años en la tranquilidad de la soledad o, a lo sumo, gozando de la íntima compañía de Juanlís, pero sus propósitos son interrumpidos por familiares que desean recluirlo en un ancianato. Para olvidar que sus días en la tranquilidad del cuarto están contados,
Cabral crea una suerte de crónica, cuyo protagonista es un fraile del siglo XV, testigo de los vejámenes cometidos por los españoles en la conquista de América. Esa creación, junto con los constantes viajes a la memoria, son los elementos que por instantes reivindican la vida de Cabral, a pesar de que en su existencia real es arrasado por la voracidad de su familia.

La vejez de Cabral también es la del desvalido, pero no por los problemas del hambre, sino porque no encuentra una razón de ser a su vida: cuando mira hacia atrás, hacia lo que él ha sido, se encuentra con episodios magros y en la recuperación de la historia del fraile descubre la perfidia de la raza humana; pese a ello, debe a la ficción esos últimos momentos de plenitud en los que puede huir del entorno inmediato. Fabián Cabral es un anciano nostálgico, que carga con el peso de la historia personal y del ser humano, y que encara con la seriedad de quien está cerca de la muerte, el sino de una vida malograda.

El salmo de Kaplán. Jacobo Kaplán es un Quijote contemporáneo: un abuelo que es avasallado por su imaginación y termina siendo un personaje carnavalesco. Jacobo es un judío que ha perdido prestancia en su comunidad y, buscando ese protagonismo que se le ha ido de las manos, se inventa una extraña historia: de acuerdo con su prolífica imaginación, en la población en la que vive –una Barranquilla encubierta- existe un anciano nazi que prepara la resurrección del holocausto. Jacobo se convierte en el investigador que desmontará el renacimiento del nazismo en tierras caribeñas, y sigue pistas que sólo son posibles en sus ocurrencias de viejo frustrado.

La imaginación traiciona a Jacobo y lo lleva a perfilarse como la caricatura de investigador profesional, secundado por un policía tan folclórico como la región en la que viven; Kaplán es un anciano que produce risa, pero a la vez una gran ternura frente a sus empresas desaforadas, que buscan salvar a la comunidad judía de una nueva debacle, tanto como ponerlo a él en lo más alto de su comunidad. La de Jacobo es una vejez que tiene las mejores intenciones, pero que hace reír por lo desmesurado de sus propósitos y lo descabellado de sus hipótesis: al fin y al cabo, es un Quijote contemporáneo.

Estas son, muy sintéticas, tres imágenes de ancianos en la literatura colombiana: acaso mi memoria me falle, y el recuerdo de otros ancianos aparezca con posterioridad. Pero es indudable que esta es una veta que se podría profundizar para entender, desde la literatura, una de las etapas más complejas del ser humano: la vejez.

Leonardo Monroy Zuluaga.

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