viernes, 24 de julio de 2009

LAS HORAS MUERTAS

Los veintidós capítulos en que se divide esta novela corta de Flaminio Rivera son definidos por un tema que repiquetea constantemente: la muerte. Esta etiqueta temática puede ser un lugar común –al fin y al cabo Carlos Fuentes decía que los dos grandes temas de la literatura eran la vida y la muerte- pero es inevitable.

Lo importante es entonces, como en todas las obras artísticas, reconocer el tratamiento que se le da al tema y explorar la densidad semántica y las posibilidades estéticas.

En la novela, el mono Rubén Jaime recibe una carta en la que se le informa de la muerte de un conocido en Bogotá y, sin dudarlo mucho, se desplaza a la capital al apartamento de su hermano Leo.

Allí proliferan diálogos extraños, en ocasiones casi inconexos, e incluso se deja en el misterio el hecho de que en realidad nadie le ha enviado una carta a Rubén Jaime. Entre líneas se conocen los intersticios de la relación entre Leo, Doralice –una fémina que lleva el sino de la muerte a sus espaldas- y el viejo, esposo de la mujer.

Los esfuerzos del narrador no se concentran en el desarrollo acoplado de las acciones y ni siquiera en la pronunciación de los rasgos de los personajes, sino en la yuxtaposición constante de técnicas que mezclan cambios en los narradores y de focalizaciones, diálogos dislocados y saltos de una historia que se ubica entre la vida en el campo y la de la ciudad. Debido al uso de estos recursos, por momentos existe la sensación de una detención constante de la trama y la creación de una atmósfera siempre lúgubre, siempre cercana a la muerte.

De golpe esta atmósfera absorbe todo el ejercicio lector y pese a que al parecer Doralice se convierte en el objeto del deseo de los tres hombres, los índices conducen a la muerte: desde el título mismo de la novela, hasta el espacio en el que se ubican algunas acciones –la funeraria LA LEY DEL TIEMPO- pasando por la descripción de algunos personajes (Doralice como una “peste” letal) o de sus acciones (el suicidio del viejo), todo parece mortífero. Sin embargo, y parafraseando a Borges, no es el muerto el que importa, sino la muerte.

Y la muerte está en todos lados, en todos los espacios. Reside con beneplácito en el campo, en donde se escenifica la violencia bipartidista de los cincuenta, hasta el punto de que el campesino termina por rehuirle, como lo afirman dos personajes: “Por eso ahora ni que nos nombren el campo. ¡Ni muertas que nos toque la tierra!” (25)

Pero también el ambiente asfixiante de la parca se planta en los espacios de una ciudad en donde ninguno de los cuatro personajes principales se puede acoplar, tal vez porque, como afirma Doralice “Los de la ciudad nos ven como gallos bastos; patiamarillos. De ese amarillo que da la mierda a las gallinas del campo” (73)

¿Es el peso de una historia colombiana manchada de sangre en los campos lo que lleva finalmente al Mono Rubenjaime a la locura, y a los demás al desarraigo? ¿Es esa imposibilidad de habituarse a una ciudad que parece tener vida propia?

Rafael Gutiérrez se refiere a cómo los personajes y las atmósferas son símbolos de situaciones reales: si leemos bajo este lente la novela de Rivera, el fresco que da de la sociedad colombiana es muy lúgubre, de descentrados y esquizofrénicos, de seres incomunicados que no pueden revelar con franqueza sus sentimientos.

A mi gusto es una mirada muy sofocante aunque está soportada bajo un dominio de la narración que, pese a presentar deliberadamente historias que se dejan inconclusas, seres que en ocasiones no parecen ser del todo coherentes y episodios fragmentarios con cortes temporales y cambios constantes de narradores, termina teniendo sentido de totalidad.

El ahogo es alivianado entonces por el juego del relato y, se debe decir, por la extensión, porque acaso hubiera sido intratable una novela que, con tanto destino preocupado por la muerte, se extendiera por más hojas.

Leonardo Monroy Zuluaga

Ficha del Libro: Rivera Carlos Flaminio. Las horas muertas. Bogotá: Domingo Atrasado, 2007 (2005)


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