domingo, 25 de octubre de 2009

PARA SEGUIR EL EJEMPLO

A J.E.C.L.

Hace unos años un maestro disfrutaba que yo le preguntara qué estaba leyendo, para contestarme con una sonrisa llena de picardía: Basura. Cuando leía en su rostro la ironía y veía cómo levantaba paulatinamente la novela sobre mis ojos, entendía que el doble sentido del título de la obra de Héctor Abad Faciolince le agradaba: leía Basura no basura.

Luego supe que ese título era un terrible gancho comercial que deja a los lectores con la inquietud de ir a sus páginas para conocer su trama. Yo no aguanté la tentación y unos años más tarde asistí a la cita que había preparado mi profesor con esa sonrisa pícara.

El argumento de Basura se repite en cuanto trabajo de grado y reseña del libro exista: un escritor que a pesar de tener dos obras publicadas es un perfecto desconocido en el ámbito nacional aunque goza de un estipendio que le permite escribir con comodidad. Un crítico por azar, que busca en la basura del conjunto residencial donde vive, las hojas que ha desechado Davanzati –el escritor frustrado- y reconstruye algunas de sus historias. De por medio hay comentarios sobre la literatura colombiana y especulaciones sobre la vida íntima de Davanzati.

Quiero obviar aquí lo de la escritura de la novela –que en realidad son dos, la del crítico y Davanzati y la que elabora Davanzatti- , con ese lenguaje que desde un principio reta lo literario, y se mete en el terreno de la coloquialidad de un crítico; pensemos por ejemplo en el inicio con una repetición que parece equivocación de principiante pero que es en realidad el juego planteado por el narrador: “Esto que empiezo empezó cuando me pasé a vivir por el Parque de Laureles” (13)

Quiero obviar -insisto- el lenguaje y la estructura para centrarme en la figura de Davanzati: uno podría sentir por él una pequeña conmiseración, en tanto pese a que se esfuerza por hacer una obra realmente significativa, solo tiene retazos mal elaborados, o escenas en las que el peso de su vida personal arruina la prosa. Davanzati se suma a la lista de algunos escritores frustrados que han pasado por las líneas de narradores nacionales y extranjeros.

Recuerdo aquí el Ignacio Escobar de Sin remedio que, desesperado porque no le sale nada, escribe en un espejo de su baño “mieeeeeerda”, grita y se enfurece; también está Leopoldo, un personaje de Augusto Monterroso, que adquiere una fama de escritor local pero tiene un pequeño problema: nunca escribe, y cuando lo hace, lo hace pésimo. Recuerdo también estos hermosos versos de César Vallejo:

“quiero escribir, pero me sale espuma
Quiero decir muchísimo y me atollo”

Que después complementa con la estrofa

Quiero escribir pero me siento puma;
quiero laurearme, pero me encebollo.
No hay voz hablada que no llegue a bruma,
no hay dios, ni hijo de dios, sin desarrollo

Todos hablan sobre lo difícil de la escritura y algunos sobre la frustración de narradores que se “encebollan” cuando van a escribir. Lo particular de Davanzatti es su honestidad: como sabe que nada de lo que narra es digno de ver la luz, bota todo a la basura. Sin remilgos de escritor inmaduro y con mucho veneno en su crítica personal va desdeñando sus líneas, hasta que, tal vez, aparezca la más contundente.

En ese sentido no veo a Davanzati con conmiseración sino como ejemplo de buen escritor; porque el buen escritor se conoce tal vez más por lo que bota, desecha, acaba y arruga, que por lo que publica. Por eso tal vez desconfío de los que publican por montones y creen que entre más páginas tengan sus obras, más ingeniosas y originales son. Por eso en ocasiones me parece abrumadora la obra de León de Greiff, Germán Pardo García, Homero Aridjis, en poesía –aunque algunos tengan muy buenos poemas-, y de narradores con diez y hasta doce obras encima: ¿habrán botado lo suficiente?

Que Davanzati resucite en cada uno de los narradores colombianos sería una buena manera de mejorar los productos artísticos: pero las presiones de editoriales, la necesidad de afamarse, una egolatría a la máxima potencia, la ingenuidad o la felicidad de ser llamado “escritor”, son impedimentos casi insalvables. Esta es la razón por la que nos debemos resignar en ocasiones con novelas, cuentos y libros de poesía, que arrancan más una mueca de desespero que un buen sentimiento.

La sonrisa de mi maestro me persigue y especulo con que haya intuido alguna vez, que yo escribiría estas líneas. Él tampoco ha culminado su obra y creo que ha preferido echar todo al bote que gozar de una futura vergüenza –o tal vez de una futura gloria. Por lo pronto espero que él y el personaje de Abad Faciolince sean faros: ¿mucho pedir a una nación en la que todo el mundo que lee dos libros y escribe unas líneas, quiere que se le diga escritor?

Leonardo Monroy Zuluaga

Ficha del Libro: Abad Faciolince, Héctor. Basura. Madrid: Lengua de Trapo, 2000.


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