sábado, 26 de febrero de 2011

DE MÚSICA LIGERA

Antecedentes.

En uno de sus artículos titulado “Los contestatarios del poder” el crítico uruguayo Ángel Rama afirmaba que luego de 1964 aparece en la narrativa latinoamericana una actitud diferente, de jóvenes escritores intentando acercarse a la realidad que los circundaba y desligándose de la abrasiva expresión de los hitos del llamado boom latinoamericano. Para estos nuevos escritores es fuente de creación “la vida social del grupo afín, tanto del cenáculo como el barrio, el patio de la Preparatoria o el café de la esquina, el suburbio acechante o el ghetto de la minoría étnica las zonas marginales de todo poder cuya visión del mundo, lengua y formas de comportamiento han manejado con soltura, sin necesidad de explicarlas o defenderlas, volviéndolas protagónicas de la literatura” (489).

El escritor expresa en su obra, más las experiencias personales que las librescas y, sin someter su ejercicio a la simple exposición autobiográfica, explora renglones de su cotidianidad. Se introducen, entonces, nuevos discursos en las piezas literarias: el cine y la música popular –especialmente el rock-, los medios masivos de comunicación, los conflictos de la juventud. También las estrategias narrativas y el lenguaje cambian: la primera persona se enarbola como sinónimo del realismo cotidiano –ya no socialista, ni crítico, ni pedagógico - y la prosa se salpica de coloquialismos de diferente orden. Bajo esta renovación aparecen Andrés Caicedo y Umberto Valverde en Colombia, así como también una obra como Aire de Tango de Manuel Mejía Vallejo.

Esta narrativa estableció un contrapeso a la tendencia literaria culta del país que va, en prosa, desde Jorge Isaacs hasta el mismo Germán Espinosa, pasando por Eduardo Zalamea y los escritores de la literatura de la violencia. Es una tendencia que había roto, de alguna manera, Tomás Carrasquilla, con la inclusión de modismos propios de la cultura paisa, aunque en Caicedo y Valverde el modismo no recuerda la vida campesina sino el individuo de ciudad.

Estos escritores de la ciudad contemporánea, de la juventud y sus nuevos discursos, de las marginalidades urbanas, corren el riesgo de ser muy locales, de hablar sobre el barrio y quedar atrapados en sus calles, de referirse al terruño –llámese el río Pance o en general la ciudad de Cali- y no salir nunca de él. La polémica alrededor de ellos se ha centrado, especialmente, en su posible provincianismo.

Sobre la calidad literaria de Andrés Caicedo aun percibo reservas en el ámbito de la crítica nacional, pese a los trabajos universitarios y los libros que se dedican a la vida y obra del caleño. Umberto Valverde (con Bomba Camará) y Manuel Giraldo (Conciertos del desconcierto), continuadores de esta actitud irreverente son poco explorados hoy en día. Sin embargo, estos tres últimos son los puntales en Colombia de una narrativa que Rama denominó contestataria y en cuya línea ubico el libro de cuentos De música ligera de Octavio Escobar Giraldo.

Ensayar la misma vía: el riesgo.

Afirma Ricardo Cano Gaviria: “Una de las empresas más delicadas que ha de afrontar un autor que opte por reincidir en los temas apocalípticos o subculturales después de Caicedo, es la de adquirir una mayor perspectiva, que lo salve del provincianismo en el que, habiendo remontado apenas vuelo, volvió a precipitarse el autor de Que viva la música” (396). No me detendré en la dura evaluación de la narrativa de Andrés Caicedo y he retomado la cita para expresar mis coincidencias sobre el reto de quienes continúan en la tarea de escribir sobre las culturas urbanas, desde su propio lenguaje.

Un primer peso cae sobre sus espaldas: los narradores de las culturas urbanas hoy ya no son contestatarios. Esta descualificación los priva del tinte de originalidad que podrían tener sus antecesores y los invita a buscar salidas diversas, porque un lector contemporáneo más o menos enterado no soporta copias desteñidas. Es casi un lugar común que las malas segundas partes son agotadoras y tristes.

Hay un segundo reto al que se enfrentan: ser contestatarios de quienes antes se consideraron contestatarios. Huir de la influencia de Caicedo y de Valverde a pesar de que, de alguna manera, vuelven sobre los mismos temas –la cotidianidad del individuo de ciudad, la música popular, el cine, las drogas, las bebidas, la actitud irreverente-, con los mismos lenguajes. ¿Alguien podrá deshacerse de las influencias y conservar la esencia del espíritu de las “subculturas”?

En De música ligera de Octavio Escobar Giraldo hay un intento de recuperar y romper al mismo tiempo con la tradición de contestatarios. El libro está conformado por nueve cuentos, cuyos títulos recurren a la música –rock, pero también romántica y hasta oficial-, la televisión y el cine. Nada nuevo por ahora pero en casi todos ellos se expresa la intención de lograr la unidad de efecto a la que se refería Edgar Allan Poe. Dicha unidad implica que el escritor prevee la manera como su texto perturbará el espíritu del lector.

No quisiera absolutizar la lectura de estos cuentos pero en “De música ligera” –la narración que le da título al libro- experimento la soledad de un hombre casado en una época de amores fugaces, en “Nino Bravo que estás en los cielos”, una suerte de pena por la pérdida de una amante, mientras que en “El año en que Gun’s and Roses dominaba las listas” hay mucho de desazón. Me detendré ahí para no agotar mi lista.

La unidad de efecto parece ser lo que deslinda algunos cuentos de De música ligera de sus antecesores es decir, de Caicedo y Valverde, aunque sobre esta hipótesis de lectura también puede haber interrogantes ¿No hay acaso unidad de efecto en “Maternidad” o en las mini ficciones “Un hombre fresco” “pensamiento luctuoso” y “El hombre y el cine”.

Supondré que en esto radica la diferencia del libro de Escobar Giraldo porque lo demás es conocido: giros lingüísticos muy criollos (madrazos, sobrenombres), figuras de la televisión nacional –como Pacheco- que dudo mucho que conozcan en otro país, películas de diferentes épocas, relatos en primera persona, costumbres de las ciudades, vicios del colombiano. Es una prosa entretenida aunque un poco sometida al manido ritual contestatario. Por lo demás, cuando en el libro se trata de experimentar con otros lenguajes como en “Nunca es triste la verdad”, la tensión decae y se hace un poco sosa.

El libro De música ligera es una apuesta peligrosa en tanto puede caer en los lugares comunes del pasado y convoca los discursos de la cultura popular desde un lenguaje tan desenfadado como el que sugirió Andrés Caicedo. Acaso este libro ensaya la misma vía de otros del pasado.

Referencias.

Rama, Ángel. “Los contestatarios del poder” En Panoramas: la novela en América Latina. Bogotá: Procultura, 1982.

Cano Gaviria, Ricardo. “La novela colombiana después de García Márquez” En A.A.V.V. Manual de Literatura Colombiana. Bogotá: Planeta Editorial, 1988, Tomo II.

Leonardo Monroy Zuluaga

sábado, 19 de febrero de 2011

ORACIÓN A LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

Desde semióticas y retóricas particulares tanto la literatura como el cine se complementan en una simbiosis ideológico-discursiva. Es así como me acercaré a una lectura híbrida de la obra, La Virgen de los Sicarios, del escritor colombiano Fernando Vallejo, así como a la película adaptada a la pantalla grande bajo la batuta del director Barbet Schroeder. Echaremos unos vistazos a través de la cerradura no sin ojo paranoico-voyerista.

En cuanto a la novela:

Algunos de los recursos estilísticos de la novela remiten a una poética de la ensoñación. Al narrar la vida del mismo autor, se logra una desgarradora verosimilitud. El escritor, tras un largo viaje por mil mundos, regresa a su natal Medellín sólo para encontrar un infierno cotidiano. Su enorme congoja se hace explícita con base en la anamnesis o escritura con base en los recuerdos, especialmente los de la niñez. Así, es posible plantear una poética de la infancia. Esa edad primera, pretexto para hablar desde una primera persona, tal y como inicia la novela con una imagen de un globo rojo (símbolo del Sagrado Corazón de Jesús) y la nostalgia de los pasajes bucólicos de la Hacienda donde el niño Fernando Vallejo jugaba con su abuelo.

Mucho de diatriba, soliloquio y monólogo se encierra en la voz narrativa. El narrador utiliza metáforas construidas con un lenguaje castizo, vulgar y cotidiano. No por ello es un registro de la oralidad del habitante antioqueño. Sin embargo, la hipérbole de vulgarismos, por ejemplo, el abuso de palabras como “gonorrea”, o “pirobo” son una lectura mordaz y crítica de la pobreza de ideas y la virulencia del espíritu de la cultura contemporánea.

También es cautivante la fuerza intimista y erótica de los personajes. Son seres de carne y hueso. Tan autobiográfico es el relato, que muchas veces se siente el tono confesional de las almas o héroes románticos. Aunque, como se recuerda desde el inicio de la trama, en un país como Colombia (en el resto del mundo es igual, dice, Vallejo, que ha estado en todas partes, omnisciente como un pequeño dios): “la vida no vale nada”.

Esta visión escéptica y desencantada del mundo se arraiga tras el diluvio de sangre que se desenvuelve página tras página. Fácilmente se puede caer en la tonalidad amarillenta de la crónica roja. Sin embargo, se logra lo contrario, en la medida en que el discurso es polifónico; hilvana retazos de canciones populares, teorías de Lingüística (Dice Vallejo: “Soy el último gramático de Colombia”), tesis o teorías científicas,(Vallejo el cineasta, Vallejo el biólogo que desmiente tanto a Charles Darwin como a Dios, rabioso dice: “Dios no existe y si existe, es una gonorrea” o “ Hace tiempo dejé de creer en cuentos y le di una patada a ese viejo guevón”).

El discurso venenoso e iconoclasta de Vallejo se casa con la noción del nihilismo. Sabemos que éste es la negación de todos los valores. Y al confrontarlo con la realidad social del país consagrado al “Sagrado Corazón de Jesús”, el conflicto del personaje se desborda inútilmente en feroz ataque al orden de las cosas, sin lograr calmar la desesperanza que lo consume todo como incendio insaciable, como un fuego secreto. De hecho, el fuego (Prieto Veretta 9 mm: infalible) y la sangre (Sagrado o sangrante corazón) son símbolos reiterados en la novela. El uso de imágenes metafóricas hace que la narración no caiga en el mero panfleto o la sátira política.

Tras leer las breves páginas de esta novela, queda la sensación de lo onírico. Es una ventana al infierno metropolitano llamado “Metrallo” o “Medallo” donde los hijos de la muerte, esos niños que le rezan a la virgen, bendicen las balas y toman aguardiente después de haber vomitado plomo.

Sin embargo, hay varios inconvenientes con esta obra. Aunque hace parte del canon formal, y es bien vista por la crítica literaria, su adquisición es costosa, teniendo en cuenta que se agrega un capital simbólico, debido a cierto sesgo o halito pestífero que surge cuando los textos nos muestran lo más crudo de la condición humana. Sin lugar a dudas, un libro como La Virgen de Los Sicarios, tendrá pocos lectores, en la medida en que la moral católica se interpone entre la novela y el receptor apacible o bucólico.

En cuanto a la película:

Hay quienes ven desde un punto de vista místico o religioso, el hecho de ir a cine como algo asimilable al asistir a misa. Recordemos la penumbra, ese elemento atmosférico que tanto sugestiona la imaginación, tan hipnótica y sutilmente. En ese espectro, asistimos a la revelación de imágenes en movimiento. Voyeristas paranoicos, descreemos de aquella realidad escrita. Quizá de allí venga el querer prestar nuestros ojos a la cámara, ser cómplices de la trampa del cine.

El hecho de viajar en un pacto tácito hace de la versión fílmica de La Virgen de los Sicarios, una rareza de la historia del cine colombiano. El director es un iraní. El guionista es el mismo Vallejo. Dos lenguajes diversos con un buen manejo, tanto técnico como discursivo e ideológico. Las cámaras digitales de alta definición demuestran una estética impecable en cuanto al manejo de la fotografía.

Asimismo, el manejo de una banda sonora acorde al mundo interior de los personajes logra construir el carácter y la subjetividad sensible de aquellos. Así, Vallejo degustará con cierto dejo eurocéntrico, exquisitas obras de música clásica. Su “niño”, mancebo, amante o concubino, preferirá el heavy-metal, tan destructivo y autodestructivo como un ángel de muerte, metáfora de uso común en la literatura cristiana. El joven Punk, con ese pancaótico ritmo dando latigazos al redoblante, al Charles, los Tones y los otros tres platillos solares. Todos los taxistas preferirán los vallenatos del “Cacique de la Junta”.

Diversos son los espacios en que se desarrollan las escenas. En algunos momentos, el montaje se trastoca en algo no secuencial, dado por imágenes oníricas. Llama la atención una imagen. Se trata de un viaje recurrente, que sólo en la última parte de la cinta se hace remarcado. Es una elipsis con que se anticipa la temida visita de Vallejo a una iglesia en particular, la única a la que no ha entrado en su vida, en la vigilia, pues de joven creía que si lo hacía moriría en el acto, fulminado por un rayo inexistente. Sin embargo, cuando finalmente lo hace, presiente esa visión, cree ya haber estado allí -quizá, piensa él- ya estuvo allí en otra vida, y ahora aquí esté muerto, quizá soñando o siendo soñado por un dios malvado.

Tal escepticismo burlesco, satírico y bufón, es la dosis de nihilismo que muestra en el fondo la película. Bastante aplaudida por algunos, muy vomitada por otros tantos que, por ejemplo, no soportarán escenas donde Vallejo se embelesa con al menos dos muchachitos, niños que encarnan la total aniquilación del valor de la vida. Tampoco podrán estos ojos cómplices o hipócritas, con el fardo de los occisos. Aunque en este caso, la hipérbole no se apodera del discurso, y, como ya resultan pobres los adjetivos, el director opta por moderar la tasa de criminalidad, dando espacio a soñar esas muertes, a imaginarlas o al menos intuirlas, razonablemente, acaso a repudiar esas muertes violentas.

Dos o tres símbolos de gran carga se apoderan de mi recuerdo. Uno, el perro agonizante en el caño de aguas negras, escena cruda que manifiesta la tendencia autodestructiva del ser; la otra, la transmutación maravillosa del agua-lluvia que desciende desde las comunas marginales de Medellín (quizá la Trece), las cuales, lentamente, se convierten en agua-sangre, bello ejemplar de las metáforas auditivas y visuales.

Es agradable viajar con la cámara. Especialmente en las bóvedas mortuorias de cierta Iglesia, la mencionada atrás. Allí se ve, quizá a Vallejo, como volando en un sueño, un acercamiento al nombre escrito sobre la losa fría que sella sus restos de podredumbre. En general, las iglesias lucen yertas y sórdidas, son ambulacros para fumar bazuco, bocanadas verdes de marihuana, quemar incienso y esperar en vano que Dios salga de su infinito silencio inerte... o como dice Vallejo: “a escuchar el silencio de Dios”.

Esto es un tópico remarcado. Vallejo, el personaje de la película, se esfuerza en maldecir la suerte de esos pobres, a quienes ve como una plaga raticida. Odia esa pestilente ralea del mundo malogrado; al menos una errata cósmica. O cómica, porque en el fondo de esa amargura que muestra la película, hallaremos un sentido sátiro. Recordemos que esa ola de violencia ha sido tema de algunas de las películas del mismo Fernando Vallejo, pues son un reflejo amargo de la realidad social no sólo de este país sino de la condición humana misma.

En cuanto a la novela y la película:

Vemos pues que, el encuentro entre los textos narrativos y el lenguaje cinematográfico es mucho más que complejo. De hecho, Yuri Lotman, al hablar de los problemas de llevar la obra literaria al cine, llama la atención sobre las intraducibles asociaciones de la vida real, elementos semióticos propios del contexto cultural e histórico. De ahí el relativo fracaso de esta empresa de adaptaciones literarias al cine. No obstante, La Virgen de los Sicarios es una excepción en la medida en que el guión es impecable y el tema universal.

Por esto, aceptamos las sugerencias del profesor Fabio Jurado Valencia, en su obra Palimpsestos, en especial cuando propone la creación de didácticas de la literatura basadas en la escritura de guiones, adaptaciones de cuentos y poemas en cortos metrajes así como el análisis de estas obras llevadas al cine, en especial de la literatura colombiana, por ejemplo de novelas como Crónica de una Muerte Anunciada, de (Gabriel García Márquez); Satanás, (de Mario Mendoza), La Mansión de Araucaíma (de Álvaro Mutis) o La Virgen de los Sicarios del ya mencionado Fernando Vallejo, entre muchas otras.

POR:

VÍCTOR HUGO OSORIO CÉSPEDES

jueves, 10 de febrero de 2011

CUCHILLA DE EVELIO JOSÉ ROSERO

Hagamos un leve preámbulo de carácter apriorístico sobre el título que el autor escoge para su novela y que genera múltiples conjugaciones simbólicas. Podríamos imaginar de entrada que esta novela llegará a ser la narración de un elemento masculino que se emplea para los rigores de la afeitada y la decencia, o que tal vez Rosero vaticina que su relato tendrá los vericuetos de la clandestinidad y por tanto de un objeto corto punzante empleado para manifestar las formas de acción delincuencial; pero no creo que la asociación se enmarque lo suficiente como para que se entable alrededor de un arquetipo de personalidad, ni que ondule hacia la concepción de un apodo que designa las características de un docente.

Pues bien, diré que Evelio José Rosero presenta con su obra Cuchilla las relaciones que se urden en la confrontación constante que se forja en los encuentros diarios de docentes y estudiantes, y que en medio de ella, relaciona de manera indirecta el devenir de los maestros de colegio, particularmente de los docentes de Historia, que en apariencia, deberían ser los que posean un aspecto más reflexivo sobre su labor, y por tanto, de lo humano.

Pero no. Ésta historia no es la reivindicación de la figura del docente como un ejemplo, un modelo, o un guía en la construcción y consolidación de juicios sobre el conocimiento; antes bien, se reconstruye a partir de los contrarios, de los escenarios ajenos al aula de clase en los que ambos partícipes del proceso de educación se revelan, se enfrentan a sí mismos, logran complementarse para sortear el aprendizaje de la vida cotidiana, de lo que significa ser humano.

Guillermino Lafuente (nombre bastante dogmático y anticuado) es el profesor de historia de sexto grado que atemoriza no más de verle, y que al oírle dan ganas de esfumarse del salón y caer en otro espacio al que su voz grave y ronca no tenga acceso. Así se percibe en las primeras páginas:

-¡Qué es esto! -gritó-. ¡Qué diablos! ¡Qué me les pasa, nenés! Tienen todos un Uno, una estaca en los corazones, papitos. Ya perdieron historia este mes. (Pág. 21)

Lo cierto es que el ambiente de la clase de historia es mortal, como si se tratase de una verdadera clase de historia en vivo y en directo desde la guerra de los mil días o las batallas napoleónicas, pues corren las cabezas y las amenazas van de puesto en puesto; cero tras cero se torna hostil el ambiente y no queda más que resignarse y agachar la cabeza para que la voz de Cuchilla llegue menos fuerte y la cabeza tuya ruede menos que la de tu compañero de puesto, en especial si es tu hermano, y resulta ser gemelo.

Clase de historia, primera de la jornada en la mañana, recién levantado, con un poco más que pereza mental, tu hermano gemelo al lado, y de repeso tienes frente a tus narices el hediendo tufo del profesor de historia que ha llegado histérico porque su mujer no lo ha dejado dormir en casa por borracho, dando cantaleta por el estilo de tus medias a o por el color del pelo de la niña del fondo, corrigiendo la postura y lastimando con severidad cualquier intento de risa en el salón. No no no noooo, así no se puede, ¡hay que hacer algo! Que digo hacer, ¡hacerle algo!…

Pero, no hay que levantar sospechas y debe ser algo que de verdad logre alterar el temperamento de Cuchilla, así que el gemelo se las ingenia para dejar cada mañana antes de que el profesor llegue, una nota especialmente dirigida a su mediocridad, a su acritud e intolerancia, a su burrada de clase de pseudohistoria, a su mal aliento envenenador y a su traje húmedo y pestilente. Algo que no delate tampoco a quien las escribe, sino que lo deje con la incertidumbre, con un trasnocho peor que el que debe traer, así es que a trabajar.

Y en este ambiente se sostiene la novela, que en vez de capítulos está dividida en Asaltos, para hacerla más tensionante: una misiva para el profe Guillermino un lunes en la mañana y un castigo que no llega para nadie por falta de pruebas; ¡victoria! Un pasquín en contra de los absurdos contenidos de la clase del señor Lafuente y un regaño masivo con atenuantes de amenaza para cuando se descubra al traidor; ¡campanazo! Un soberbio ataque de desespero y una cartita hecha a mano resaltando al aspecto degradante y entristecedor del profesor Cuchilla acompañado de su fétido humor, y listo. ¡Pillado el paciente!

De ahí en adelante ocurre lo que no podría contar, pues de hecho es el final de toda una historia en la que un par de gemelos descubren la realidad de su maestro de historia, y lo que es mejor, un profesor descubre las necesidades afectivas y cognitivas de sus estudiantes. De tal manera que los lazos educativos se fortalecen y complementan para dar paso a una reflexión muy bien estructurada sobre el proceso de enseñanza aprendizaje, más cuando aún existen este tipo de docentes que no piensan para nada en el contexto y las situaciones de conocimiento que interesan a sus alumnos.

OMAR ALEJANDRO GONZÁLEZ.

Ficha del libro: ROSERO, Evelio José: Cuchilla. Norma. Torre de papel, cuadernillos azules. Bogotá. 2000. 154 págs.

jueves, 3 de febrero de 2011

ENSAYISTAS POLÉMICOS

Rafael Gutiérrez afirmó en uno de sus artículos que el vacío en la crítica y la historia literarias colombianas se debían en parte al silenciamiento de la polémica que para él era una “guerra literaria o guerra intelectual”, alejada de la asonada física y el resentimiento. Bien podría retomarse esta actitud para una ética del ensayo, género que se ha convertido en el comodín del mundo escolar y se ha manoseado hasta la saciedad.

No me detendré en su denominación aunque es claro que la incertidumbre frente a su conceptualización ha permitido el uso enloquecido de este género discursivo. Sin embargo, para mí, el ensayo está entre lo científico y lo literario: es argumentativo pero su argumentación involucra tropos y giros narrativos que persiguen la belleza del lenguaje, tal como aparece definido en algunos de los textos citados por Fernando Vásquez. De paso, y teniendo en cuenta su complejidad, debo decir que el ensayo es un género imposible en la escuela y el colegio.

Personalmente considero que un ensayo requiere, además de un carácter científico y a la vez literario, de dos condimentos que lo hacen atractivo: profundidad en las ideas y convicción polémica. La primera tan sólo se logra con la lectura y la escritura constante. El producto es un escrito que si bien no resuelve del todo una temática, por lo menos se le da una forma especial que el lector puede apreciar con claridad.

Las diferencias frente al artículo académico se hallan en la terminología usada y los propósitos, e incluso en el impacto que causen en el lector, porque un buen ensayo siempre será más exitoso que ese largo bostezo que emana de algunos interesantes trabajos científicos. Para no absolutizar la cuestión se debe afirmar que no todos los ensayos son atractivos ni todos los artículos académicos son anestésicos; algunos de estos últimos realmente atrapan y dentro de los ensayos los hay de diferentes matices.

Hay ensayos timoratos –un oxímoron, por supuesto, porque un ensayo requiere de aventurarse- cuidadosos de respetar las convenciones y de ponerle riendas a la experimentación. De estos aun hay muestras, muy a mi pesar, porque para mí un ensayista contemporáneo debería ser polémico por antonomasia. La polémica no se logra con argumentos superfluos ni vanos usos irónicos del lenguaje. La polémica intelectual requiere del conocimiento de las causas y la fortaleza de las ideas.

La diferencia entre la polémica y la simple diatriba escandalosa radica en la argumentación. Nada más desalentador e incluso cómico que un ensayista que se dedica a la iconoclastia desconociendo la tradición de la discusión en la que está involucrado. Son ejercicios de una fuerte convicción pasional o en algunas ocasiones animados por el afán de figuración que se quiere obtener por la vía más corta. Al fin y al cabo cuando un aspirante a escritor o un consagrado que tiene agotada sus fuentes creativas requiere de cierta atención, puede recurrir al simple escándalo.

En la novela colombiana, por ejemplo, esta salida se ha convertido en un recetario: sexo, drogas y alcohol, violencia del narcotráfico, humor negro. A los ensayistas imberbes también los apremia, en ocasiones, la inclinación por el protagonismo y terminan siendo el hazmerreir de la comunidad académica. Personalmente prefiero aquellos que continúan sometidos a lo convencional –aunque algunos son extenuantemente aburridos- que a quienes hacen, desde su escritura, curso de estrellas de circo.

Pero paralelo a estos intentos fallidos existen ejemplos de una actitud polémica real, que el lector disfruta. En Colombia yo pensaría en cuatro nombres, cifra incompleta porque aun tengo mucho por explorar al respecto: Rafael Gutiérrez Girardot, Carlos J. María, Pablo Montoya y Oscar Torres Duque. Los cuatro se han dedicado al ejercicio de la crítica literaria con fuertes dosis de interrogación y, por supuesto, un estilo que huye del acartonamiento y las buenas costumbres textuales. Con los cuatro uno puede tener enfrentamientos intelectuales –o por lo menos pretender tenerlos- porque ellos se han arriesgado a un arte que, por impopular y complejo, suele ser rechazado por quienes están en el ámbito intelectual del país.

Quién no se siente perturbado cuando, por ejemplo, Rafael Gutiérrez afirma que la nuestra ha sido una “aristocracia de aguapanela” (1982: 448) o que Julio Flores era un “profesional del sentimentalismo” (1982: 458) o que Barba Jacob “dominó el arte de decir banalidades sonoramente” (1982: 498); o cuando Carlos J. María afirmaba sobre Héctor Sánchez y pensando en su libro de ensayos que “como narrador de cuentos nos gusta Mas como pensador, como ensayista, Héctor es realmente una calamidad” (1996: 237); cómo no entusiasmarse al escuchar a Oscar Torres expresar sobre La otra selva de Boris Salazar que a ella “se la devoró la anáfora”, una metáfora para hablar de los excesos del autor; cómo no sentirse tocado al leer a Pablo Montoya en cuyas líneas se dice que Ursúa de William Ospina “está impecablemente escrita, pero esta impecabilidad es más de orden gramatical y sólo seduce a quien ama la altisonancia” (2009, 112).

Tomadas aisladamente, estas afirmaciones podrían sugerir ejercicios demenciales de quienes desean alborotar el avispero y hacerse indeseables, o aspirantes a los 15 minutos de fama que -pronosticó Andy Warhol- tendríamos todos los seres humanos. Pero del contexto general de estas afirmaciones emana un conocimiento de las causas por las cuales se expresan esas aseveraciones explosivas. Para mi ese debería ser uno de los espíritus del ensayo: la polémica.

Para no continuar aburriéndonos con textos desabridos, bienvenida la guerra intelectual embellecida por el lenguaje.

Referencias Bibliográficas.

Gutiérrez Girardot, Rafael. “La literatura colombiana en el siglo XX” En Mutis Durán, Santiago (Editor). Manual de Historia de Colombia. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1982.

María, Carlos J. Feedback: notas de crítica literaria y literatura colombiana antes y después de García Márquez. Santa fe de Bogotá, Barranquilla: Antares Editores, Instituto Distrital de Cultura, 1996.

Montoya, Pablo. Novela Histórica en Colombia, 1988-2008: entre la pompa y el fracaso. Medellín: Editorial Universitaria de Antioquia, 2009.


Leonardo Monroy Zuluaga