sábado, 19 de febrero de 2011

ORACIÓN A LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

Desde semióticas y retóricas particulares tanto la literatura como el cine se complementan en una simbiosis ideológico-discursiva. Es así como me acercaré a una lectura híbrida de la obra, La Virgen de los Sicarios, del escritor colombiano Fernando Vallejo, así como a la película adaptada a la pantalla grande bajo la batuta del director Barbet Schroeder. Echaremos unos vistazos a través de la cerradura no sin ojo paranoico-voyerista.

En cuanto a la novela:

Algunos de los recursos estilísticos de la novela remiten a una poética de la ensoñación. Al narrar la vida del mismo autor, se logra una desgarradora verosimilitud. El escritor, tras un largo viaje por mil mundos, regresa a su natal Medellín sólo para encontrar un infierno cotidiano. Su enorme congoja se hace explícita con base en la anamnesis o escritura con base en los recuerdos, especialmente los de la niñez. Así, es posible plantear una poética de la infancia. Esa edad primera, pretexto para hablar desde una primera persona, tal y como inicia la novela con una imagen de un globo rojo (símbolo del Sagrado Corazón de Jesús) y la nostalgia de los pasajes bucólicos de la Hacienda donde el niño Fernando Vallejo jugaba con su abuelo.

Mucho de diatriba, soliloquio y monólogo se encierra en la voz narrativa. El narrador utiliza metáforas construidas con un lenguaje castizo, vulgar y cotidiano. No por ello es un registro de la oralidad del habitante antioqueño. Sin embargo, la hipérbole de vulgarismos, por ejemplo, el abuso de palabras como “gonorrea”, o “pirobo” son una lectura mordaz y crítica de la pobreza de ideas y la virulencia del espíritu de la cultura contemporánea.

También es cautivante la fuerza intimista y erótica de los personajes. Son seres de carne y hueso. Tan autobiográfico es el relato, que muchas veces se siente el tono confesional de las almas o héroes románticos. Aunque, como se recuerda desde el inicio de la trama, en un país como Colombia (en el resto del mundo es igual, dice, Vallejo, que ha estado en todas partes, omnisciente como un pequeño dios): “la vida no vale nada”.

Esta visión escéptica y desencantada del mundo se arraiga tras el diluvio de sangre que se desenvuelve página tras página. Fácilmente se puede caer en la tonalidad amarillenta de la crónica roja. Sin embargo, se logra lo contrario, en la medida en que el discurso es polifónico; hilvana retazos de canciones populares, teorías de Lingüística (Dice Vallejo: “Soy el último gramático de Colombia”), tesis o teorías científicas,(Vallejo el cineasta, Vallejo el biólogo que desmiente tanto a Charles Darwin como a Dios, rabioso dice: “Dios no existe y si existe, es una gonorrea” o “ Hace tiempo dejé de creer en cuentos y le di una patada a ese viejo guevón”).

El discurso venenoso e iconoclasta de Vallejo se casa con la noción del nihilismo. Sabemos que éste es la negación de todos los valores. Y al confrontarlo con la realidad social del país consagrado al “Sagrado Corazón de Jesús”, el conflicto del personaje se desborda inútilmente en feroz ataque al orden de las cosas, sin lograr calmar la desesperanza que lo consume todo como incendio insaciable, como un fuego secreto. De hecho, el fuego (Prieto Veretta 9 mm: infalible) y la sangre (Sagrado o sangrante corazón) son símbolos reiterados en la novela. El uso de imágenes metafóricas hace que la narración no caiga en el mero panfleto o la sátira política.

Tras leer las breves páginas de esta novela, queda la sensación de lo onírico. Es una ventana al infierno metropolitano llamado “Metrallo” o “Medallo” donde los hijos de la muerte, esos niños que le rezan a la virgen, bendicen las balas y toman aguardiente después de haber vomitado plomo.

Sin embargo, hay varios inconvenientes con esta obra. Aunque hace parte del canon formal, y es bien vista por la crítica literaria, su adquisición es costosa, teniendo en cuenta que se agrega un capital simbólico, debido a cierto sesgo o halito pestífero que surge cuando los textos nos muestran lo más crudo de la condición humana. Sin lugar a dudas, un libro como La Virgen de Los Sicarios, tendrá pocos lectores, en la medida en que la moral católica se interpone entre la novela y el receptor apacible o bucólico.

En cuanto a la película:

Hay quienes ven desde un punto de vista místico o religioso, el hecho de ir a cine como algo asimilable al asistir a misa. Recordemos la penumbra, ese elemento atmosférico que tanto sugestiona la imaginación, tan hipnótica y sutilmente. En ese espectro, asistimos a la revelación de imágenes en movimiento. Voyeristas paranoicos, descreemos de aquella realidad escrita. Quizá de allí venga el querer prestar nuestros ojos a la cámara, ser cómplices de la trampa del cine.

El hecho de viajar en un pacto tácito hace de la versión fílmica de La Virgen de los Sicarios, una rareza de la historia del cine colombiano. El director es un iraní. El guionista es el mismo Vallejo. Dos lenguajes diversos con un buen manejo, tanto técnico como discursivo e ideológico. Las cámaras digitales de alta definición demuestran una estética impecable en cuanto al manejo de la fotografía.

Asimismo, el manejo de una banda sonora acorde al mundo interior de los personajes logra construir el carácter y la subjetividad sensible de aquellos. Así, Vallejo degustará con cierto dejo eurocéntrico, exquisitas obras de música clásica. Su “niño”, mancebo, amante o concubino, preferirá el heavy-metal, tan destructivo y autodestructivo como un ángel de muerte, metáfora de uso común en la literatura cristiana. El joven Punk, con ese pancaótico ritmo dando latigazos al redoblante, al Charles, los Tones y los otros tres platillos solares. Todos los taxistas preferirán los vallenatos del “Cacique de la Junta”.

Diversos son los espacios en que se desarrollan las escenas. En algunos momentos, el montaje se trastoca en algo no secuencial, dado por imágenes oníricas. Llama la atención una imagen. Se trata de un viaje recurrente, que sólo en la última parte de la cinta se hace remarcado. Es una elipsis con que se anticipa la temida visita de Vallejo a una iglesia en particular, la única a la que no ha entrado en su vida, en la vigilia, pues de joven creía que si lo hacía moriría en el acto, fulminado por un rayo inexistente. Sin embargo, cuando finalmente lo hace, presiente esa visión, cree ya haber estado allí -quizá, piensa él- ya estuvo allí en otra vida, y ahora aquí esté muerto, quizá soñando o siendo soñado por un dios malvado.

Tal escepticismo burlesco, satírico y bufón, es la dosis de nihilismo que muestra en el fondo la película. Bastante aplaudida por algunos, muy vomitada por otros tantos que, por ejemplo, no soportarán escenas donde Vallejo se embelesa con al menos dos muchachitos, niños que encarnan la total aniquilación del valor de la vida. Tampoco podrán estos ojos cómplices o hipócritas, con el fardo de los occisos. Aunque en este caso, la hipérbole no se apodera del discurso, y, como ya resultan pobres los adjetivos, el director opta por moderar la tasa de criminalidad, dando espacio a soñar esas muertes, a imaginarlas o al menos intuirlas, razonablemente, acaso a repudiar esas muertes violentas.

Dos o tres símbolos de gran carga se apoderan de mi recuerdo. Uno, el perro agonizante en el caño de aguas negras, escena cruda que manifiesta la tendencia autodestructiva del ser; la otra, la transmutación maravillosa del agua-lluvia que desciende desde las comunas marginales de Medellín (quizá la Trece), las cuales, lentamente, se convierten en agua-sangre, bello ejemplar de las metáforas auditivas y visuales.

Es agradable viajar con la cámara. Especialmente en las bóvedas mortuorias de cierta Iglesia, la mencionada atrás. Allí se ve, quizá a Vallejo, como volando en un sueño, un acercamiento al nombre escrito sobre la losa fría que sella sus restos de podredumbre. En general, las iglesias lucen yertas y sórdidas, son ambulacros para fumar bazuco, bocanadas verdes de marihuana, quemar incienso y esperar en vano que Dios salga de su infinito silencio inerte... o como dice Vallejo: “a escuchar el silencio de Dios”.

Esto es un tópico remarcado. Vallejo, el personaje de la película, se esfuerza en maldecir la suerte de esos pobres, a quienes ve como una plaga raticida. Odia esa pestilente ralea del mundo malogrado; al menos una errata cósmica. O cómica, porque en el fondo de esa amargura que muestra la película, hallaremos un sentido sátiro. Recordemos que esa ola de violencia ha sido tema de algunas de las películas del mismo Fernando Vallejo, pues son un reflejo amargo de la realidad social no sólo de este país sino de la condición humana misma.

En cuanto a la novela y la película:

Vemos pues que, el encuentro entre los textos narrativos y el lenguaje cinematográfico es mucho más que complejo. De hecho, Yuri Lotman, al hablar de los problemas de llevar la obra literaria al cine, llama la atención sobre las intraducibles asociaciones de la vida real, elementos semióticos propios del contexto cultural e histórico. De ahí el relativo fracaso de esta empresa de adaptaciones literarias al cine. No obstante, La Virgen de los Sicarios es una excepción en la medida en que el guión es impecable y el tema universal.

Por esto, aceptamos las sugerencias del profesor Fabio Jurado Valencia, en su obra Palimpsestos, en especial cuando propone la creación de didácticas de la literatura basadas en la escritura de guiones, adaptaciones de cuentos y poemas en cortos metrajes así como el análisis de estas obras llevadas al cine, en especial de la literatura colombiana, por ejemplo de novelas como Crónica de una Muerte Anunciada, de (Gabriel García Márquez); Satanás, (de Mario Mendoza), La Mansión de Araucaíma (de Álvaro Mutis) o La Virgen de los Sicarios del ya mencionado Fernando Vallejo, entre muchas otras.

POR:

VÍCTOR HUGO OSORIO CÉSPEDES

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