martes, 7 de junio de 2011

MEMORIAS DE UN EVENTO

En un encuentro de académicos en el que participé recientemente (el III Coloquio Nacional de Historia de la Literatura Colombiana) fui testigo de una escena que produce rubor ajeno. Los personajes principales eran disciplinados estudiosos de la literatura que compartían una de las mesas del evento y que con seriedad habían expuesto sus reflexiones.
No me adentraré en el tema pero sí en las metodologías de los participantes en la mesa mencionada: por un lado, uno de los investigadores  en contienda se había empeñado en demostrar ante el auditorio que la obra  tomada por él como objeto de estudio “cazaba” felizmente con la teoría de Peter Sloterdijck (aunque hacia el final parecía desmentirse en un acto de honesta ambigüedad). Para convencernos, la antesala fue una diapositiva con la explicitación de los elementos más importantes de dicha teoría y luego la demostración de sus principios en la novela, en una línea directa y casi innegable que unía filosofía y ficción.
Podría alegarse que no tengo datos exactos sobre el procedimiento de lectura hecho por el investigador, pero, presentado como se hizo, parecía que el especialista hubiera estado buscándole una novela a la teoría que lo trasnochaba. Si Sloterdijck se refiere a neocinismo (o neokinismo) –era la lógica- se captura un personaje novelesco que lo sustente, como quien crea una fórmula matemática y luego la comprueba en experimentos reales.
La otra investigadora hizo algo similar –por lo menos metodológicamente hablando- y desde un principio reveló sus cartas teóricas: su estudio lo centraba en Bourdieau y, en coherencia con su horizonte, ponía en relación varias obras para, desde allí, sacar nociones generales del Campo. La explicitación de ciertas tendencias de la literatura colombiana contemporánea en la que concluye dicha investigación es a la vez un riesgo y una virtud, dependiendo del lente desde donde se le mire.
Pero para no salirme de mi reflexión inicial la contienda derivó en lo siguiente: mientras el conocedor de Sloterdijck alegaba querer alejarse de los “empaquetamientos” a los que conducía la teoría de Bourdieau –es decir, al encasillamiento en una sola categoría, de novelas que son heterogéneas-, la investigadora de al lado se lamentaba, con ironía conciliatoria, que no se pudiera ver el fenómeno de una novela particular en el marco de su relación con otras.
Confieso que por aburrimiento busqué en otra mesa alimento para mis reflexiones (cosa que seguramente a nadie le importó), porque sabía hacia dónde conducía la cuestión: cada uno de los investigadores estaba defendiendo, no una lectura, sino la teoría en la que estaban encerrados. Bajtin (o Goldman) vs Bourdieau. Pensé entonces que algunos de los críticos literarios sufren de una extraña enfermedad, digamos arquitectónica, mediante la cual compran parcelas teóricas en las que se disponen a construir hermosas fincas de asueto. Lo malo es que, casi sin pensarlo, levantan duros barrotes y lo que en un principio era un hermoso potrero termina siendo una cárcel. 
¿De qué celda (conceptual) es? Podríamos preguntarles a los susodichos. Si los materiales de los que está hecha esa celda son contemporáneos, la cuestión suena más altisonante y acaso mejor, al fin y al cabo, tal como lo expresaba Gutiérrez Girardot, algunos críticos e historiadores hispanoamericanos de la literatura “confunden el esfuerzo del pensar con la gritería del papagayo de circo que ha sido entrenado para repetir las frases del catecismo de turno”. No creo que sea el caso de los dos en contienda que vuelven a mi memoria, pero la verdad sí daban la impresión de estar atorados dentro de sus compromisos teóricos.
Acaso todos, en algún momento de nuestra labor intelectual, hemos sufrido de ese encierro, pero eso no quiere decir que ver a una persona en esa situación –tras las rejas- no produzca tristeza.  Recuerdo una amiga que, en uno de sus delirios académicos y cuando le preguntaba por proyectos personales, me decía con seriedad que eso no estaba dentro de su “hábitus” (para volver a Bourdieau). Por ese camino, y atrapados en terminologías especializadas, nuestras vidas terminarán siendo polifónicas, un capítulo del pasado será una lexía, o uno podrá decir que nuestras “catálisis” resultaron más importantes que los “núcleos”. 
Por supuesto que el de mi amiga es un caso extremo, pero es indudable que algunos de mis colegas se dejan contagiar de categorías y términos que los enajenan. En este sentido, considero que dejar que la teoría hable sin siquiera nombrarla y, lo más importante, sospechar de las teorías en las que se funda una reflexión es, creo, una de las mejores opciones para quienes deseen alejarse de los cultos ciegos y los proselitismos teóricos. Si bien es cierto para toda investigación debe haber una coherencia semántica y conceptual esto no quiere decir que uno se deba convertir en defensor a ultranza de nichos teóricos que a la vuelta de unos años son reevaluados.
Por suerte durante el evento me encontré con gratas ponencias, mucho más escépticas acaso, que sin perder su profundidad y solidez teórica, no se encasquillaron en rencillas que conducen a callejones sin salida. Las presentaciones de los profesores Yuri Ferrer sobre la literatura del Caribe, Jorge Verdugo Ponce de Nariño, o Enrique Yepes, quien presentó un interesante texto sobre el libro El Canto de las moscas de María Mercedes Carranza, son apenas tres muestras de lo que un crítico o un historiador de la literatura puede comunicar a los lectores.
Lo otro es una feligresía que sonroja.
Leonardo Monroy Zuluaga

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